- Introducción
- La iglesia de Roma
- Ocasión de la carta
- Estructura o plan general
- Perspectivas doctrinales
- El conocimiento de Dios por la creación
- El dominio del pecado en el mundo
- La justificación por la fe
- La salud (s?t???a)
- La justificación (d??a??s?)
- La fe (p?st??)
- La redención del universo
- El problema de la incredulidad judía
Introducción
La iglesia de Roma
Cuando Pablo, hacia el año 58, escribe su carta a los fieles de Roma (cf. Rm 1, 7.15), éstos formaban ya una comunidad floreciente y numerosa (Rm 1, 8; Rm 16, 19; cf Hch 28, 15), en la que el Apóstol tenía muchos conocidos (cf. Rm 16, 3-16). Pero ¿desde cuándo existía esa iglesia y quién la había fundado? La respuesta a estas preguntas no es fácil.
Desde luego, no había sido fundada por Pablo (cf. Rm 1, 11-15; Rm 15, 19-24). Lo más probable es que fuera resultado de la obra de muchos, dado que a Roma, por su condición de capital del Imperio, afluían gentes de todos los países, y es obvio suponer que entre esos que continuamente, por unos u otros asuntos, llegaban a Roma, hubiera también cristianos, que muy pronto se agruparían en comunidad, extendiendo su acción al resto de los habitantes de la ciudad. Es posible que esto sucediera ya desde los primeros días de la Iglesia, si es que entre los "forasteros romanos" presentes a la predicación de Pedro en Pentecostés (Hch 2, 10) hubo también convertidos (cf. Hch 2, 41), que no tardarían en tener que hacer algún viaje a Roma, tuvieran o no la residencia habitual en Jerusalén. Una antigua tradición conservada por Eusebio habla de que el mismo Pedro, llegó a Roma en los primeros años del reinado de Claudio (a.41-54). De ser ello así, la frase de Hch 12, 17: "salió de Jerusalén, yéndose a otro lugar," aludiría a esa ida a Roma en los primeros años de Claudio. De lo que no cabe dudar es de que San Pedro estuvo en Roma al menos al final de su vida, en tiempos de Nerón (a.54-68), siendo martirizado en esa ciudad, lo mismo que San Pablo. Sobre esto, la tradición es clarísima ya desde Clemente Romano, Ignacio de Antioquía, Dionisio de Corinto, Ireneo, etc. De Roma mismo tenemos el testimonio del presbítero Gayo, contemporáneo del papa Ceferino (a. 199-217), declarando que en su tiempo todavía podían contemplarse en el Vaticano y en la vía Ostiense los "trofeos" de ambos apóstoles. Más esta estadía cierta de Pedro en Roma es ya tardía, lo mismo que la de Pablo, cuando la iglesia de Roma estaba ya fundada y llevaba varios años de existencia.
Ha sido muy discutido lo de si la iglesia de Roma, por las fechas en que Pablo escribía su carta, se componía sobre todo de judío-cristianos o más bien de étnico-cristianos. Fue Th. Zahn quien con más calor ha defendido la tesis de una mayoría judío-cristiana, apoyándose sobre todo en la carta misma a los Romanos, cuya finalidad fundamental es la de demostrar que la justicia se debe a la fe, no a la circuncisión ni a la Ley, tema muy en consonancia con destinatarios de ascendencia judía, no tanto tratándose de cristianos venidos del paganismo. Además, explícitamente se llama a Abraham "padre nuestro según la carne" (Rm 4, 1), y se dice a los destinatarios que "han muerto a la Ley" (Rm 7, 4), expresiones que están pidiendo destinatarios judío-cristianos. Añádase a esto que en Roma la colonia judía era muy numerosa 44, y es obvio suponer que, al igual que sabemos de otras ciudades, también en Roma la predicación del cristianismo comenzase por los judíos. De hecho, el conocido testimonio de Suetonio sobre tumultos judíos en Roma, promovidos por un tal "Chrestus," que provocaron el decreto de expulsión de Claudio (cf. Hch 18, 2), parece una clara alusión a violentas luchas entre judíos que seguían incrédulos y judíos creyentes en Cristo.
No obstante estos argumentos, la mayoría de los autores, lo mismo entre los católicos que entre los acatólicos (M. J. Lagrange, S. Lyonnet, W. Sanday, O. Michel, etc.), sostienen con razón que en la iglesia romana, al tiempo de escribir San Pablo su carta, predominaban los étnico-cristianos. En efecto, el Apóstol saluda a los Romanos como "gentiles" (Rm 1, 5-6) y funda su proyecto de ir a Roma apelando a su deber como Apóstol de los "gentiles" (Rm 1, 13-15); más adelante los llama explícitamente "gentiles," distinguiéndolos de los judíos (Rm 11, 13-14), y al final de la carta se excusa de haberles escrito con cierta audacia, en virtud de su condición de ministro de Jesucristo para los "gentiles" (Rm 15, 15-16). Claro que esto no quiere decir que en la iglesia de Roma no hubiese también judío-cristianos (cf. Rm 16, 3.7), como es probable lo fueran la inmensa mayoría de esos "débiles en la fe" (Rm 14, 1), que santificaban determinados días y distinguían entre alimentos puros e impuros (Rm 14, 2-5.14), para los que San Pablo pide comprensión y caridad; mas, en todo caso, esos judío-cristianos no eran sino una minoría, y quedaban como absorbidos dentro de la masa de los étnico-cristianos. Y es que, aunque el primer núcleo de la iglesia de Roma se compusiera, como parece probable, sobre todo de judío-cristianos, poco a poco habrían ido prevaleciendo los étnico-cristianos, máxime a raíz de la expulsión de los judíos por Claudio, hacia el año 49, en cuyo decreto quedaban, sin duda, incluidos los cristianos procedentes del judaísmo. Este decreto debió de caer pronto en olvido, y muchos judíos, como es el caso de Priscila y Aquila (cf. Hch 18, 2; Rm 16, 3), volvieron a Roma. Hasta es posible que este decreto de Claudio no fuera nunca aplicado estrictamente, como lo da a entender Dioncasio.
Ocasión de la carta
No gustaba Pablo de edificar sobre fundamentos ajenos, sino de trabajar en terrenos vírgenes, donde el nombre de Cristo no hubiera sido todavía anunciado (cf. Rm 15, 20; 2Co 10, 13-16). Según este principio, nada hubiera tenido que hacer en Roma, cuya iglesia llevaba ya varios años de existencia y no había sido fundada por él. Sin embargo, el caso de Roma era singular. No obstante el anterior principio, expresamente dice a los Romanos que "muchas veces se había propuesto ir a verlos" (Rm 1, 13). También dice qué era lo que le impelía a ello: "recoger algún fruto también entre vosotros, como entre los demás gentiles" (Rm 1, 13) o, como delicadamente había dicho poco antes, "consolarme con vosotros por la mutua comunicación de nuestra común fe" (Rm 1, 12). Y es que Roma, por su condición de capital del Imperio, era eminentemente cosmopolita, en la que Pablo mismo tenía muchos conocidos (cf. Rm 16, 3-16), y desde donde, como cuartel general, la doctrina de Cristo podía más fácilmente extenderse hasta las más remotas provincias. La iglesia de Roma no podía, pues, serle indiferente a él, el Apóstol de los "gentiles" (cf. Rm 1, 5.14; Rm 11, 13; Rm 15-16).
De todos modos, aun con estas justificaciones, no parece que Pablo tuviera nunca intención de detenerse a ejercer el apostolado en Roma. Su intención debió de ser siempre más bien la de una estadia breve, de paso hacia otras regiones cercanas como es el caso de la Peninsula Iberica, las Galias. De hecho, así quiere que sea la visita que ahora anuncia a los Romanos: "Desde Jerusalén hasta la Iliria y en todas direcciones he predicado cumplidamente el evangelio de Cristo: sobre todo me he hecho un honor de predicar el evangelio donde Cristo no era conocido, para no edificar sobre fundamentos ajenos..; pero ahora, no teniendo ya campo en estas regiones y deseando ir a veros desde hace bastantes años, espero veros al pasar, cuando vaya a España, y ser allá encaminado por vosotros, después de haber gozado un poco de vuestra conversación" (Rm 15, 19-24). He aquí claramente indicada la ocasión de esta carta: anunciar a los Romanos su visita, de paso para España.
No todo, sin embargo, queda claro con esto. Un motivo tan ligero, como es el anuncio de una visita, no parece sea razón suficiente para una carta tan larga y tan cuidadosamente elaborada. Algún motivo más grave debe andar de por medio; pero ¿cuál es ese motivo? No es fácil responder a esta pregunta. La cosa ha sido discutida ya desde antiguo. Algunos, siguiendo a San Agustín, creen que también en la iglesia de Roma había tendencias judaizantes, y San Pablo, enterado de ello, se propuso aclarar la cuestión, de modo parecido a como había hecho en la carta a los Gálatas. Sin embargo, justamente se ha hecho observar que no hay indicios de que existieran tales tendencias judaizantes en la iglesia de Roma, cuya fe es alabada sin reservas por el Apóstol (cf. Rm 1, 8-12; Rm 15, 14-16). ¡Qué diferencia con la manera de hablar en la carta a los Gálatas! (cf. Ga 1, 6-10; Ga 3, 1-5; Ga 4, 17-20; Ga 5, 7-12). Por eso otros, siguiendo a Teodoreto, creen que el verdadero motivo de tratar las cuestiones abordadas en la carta es, no la situación interna de la iglesia de Roma, sino el estado de ánimo del Apóstol en aquellos momentos, cuando, terminado su período de actividad misionera en Oriente, piensa comenzar otro en Occidente, con Roma como centro de operaciones. Era natural que, para dejar desde un principio las cosas en claro contra posibles falsos rumores sobre él, quisiera presentar a los Romanos un como resumen de lo que constituía la característica de su predicación: universalidad de las bendiciones de parte de Cristo y la gratuidad de la justificación a través de la fe.
Creemos, siguiendo al P. Lagrange, que una y otra de las opiniones pueden tener su parte de verdad. Desde luego, es natural que Pablo, al ponerse por primera vez en contacto con la iglesia de Roma, quisiese informarles ampliamente sobre las doctrinas fundamentales por él predicadas; pero no parece caber duda, dado el tenor de la carta, que, al hacerlo, está pensando en la situación concreta de esa iglesia, compuesta predominantemente de étnico-cristianos, que, al parecer, y de ello se habría enterado San Pablo, no mantenían con los judío-cristianos las relaciones de caridad e inteligencia que eran de desear. No se trataría de divergencias en puntos doctrinales, como en el caso de los Gálatas, sino de falsas apreciaciones en la vida práctica, que afectaban sobre todo a la caridad. Esa insistencia de Pablo en inculcar a los Romanos que "sientan modestamente," que "acojan a los débiles en la fe," que "se abstengan de juzgar a sus hermanos," que "sobrelleven las flaquezas de los débiles, sin complacerse en sí mismos" (Rm 12, 1-Rm 15, 13), indica que las cosas no iban del todo bien a este respecto. Probablemente los étnico-cristianos, mucho más numerosos, miraban con cierto desdén a los fieles procedentes del judaísmo; de ahí esa llamada a la caridad, y de ahí el que ya antes, en la parte dogmática, Pablo haga resaltar que también él es judío (Rm 11, 1-2), y que los gentiles no deben enorgullecerse al ver caídos a los judíos (Rm 11, 18-20), y que él, aunque Apóstol de los gentiles, sigue pensando ardientemente en la conversión de los judíos, cuya es "la adopción y la gloria y las alianzas. y de quienes, según la carne, procede Cristo" (Rm 9, 1-5; cf. Rm 10, 1-2; Rm 11, 23-31). Incluso el principio de la redención universal, sin privilegios ni de unos ni de otros, que constituye como el nervio de toda la carta, responde perfectamente a estas circunstancias.
La carta está escrita cuando Pablo se disponía a emprender el viaje a Jerusalén para entregar a la iglesia madre "la colecta recogida en Macedonia y Acaya" (Rm 15, 25-29), situación que coincide exactamente con la que se supone en Hch 19, 21-Rm 20, 3. Parece, pues, claro que está escrita desde Corinto, hacia el año 58, al final de su tercer viaje apostólico. Podemos ver una confirmación en el hecho de que se hallasen entonces con él Timoteo y Sosipatro (Rm 16, 21), Cayo, en cuya casa se hospedaba (Rm 16, 23), Y Febe, diaconisa que trabajaba en Cencreas (Rm 16, 1); de Timoteo y Sosipatro sabemos que efectivamente le acompañaban en Corinto (cf. Hch 20, 4); Cayo es de creer que sea el bautizado en Corinto por San Pablo (cf. 1Co 1, 14); y Febe, que parece haber sido la portadora de la carta a Roma, ciertamente era de Corinto, pues Cencreas era el puerto oriental de esa ciudad (cf. Hch 18, 18).
Estructura o plan general
No es ésta una carta fruto de improvisación ante circunstancias que surgen en un determinado momento, sino exposición sosegada de un tema largamente meditado. Cuando San Pablo escribe esta carta, hacia el año 58, habían pasado ya más de veinte años desde su conversión. Las luchas sostenidas contra los judaizantes, últimamente en la crisis de Galacia, le habían obligado a profundizar en el tema de judaísmo y cristianismo, que, en fin de cuentas, es el tema que late desde el principio al fin en esta carta. Lo que San Pablo viene a decir es que existe un medio de salvación para la humanidad, pero que ese medio no es la Ley mosaica, en que tanto confiaban los judíos, sino el Evangelio. Es la tesis que había ya expuesto en la carta a los Gálatas, pero en una atmósfera de polémica,' sin la serenidad y amplitud con que está desarrollada aquí. Si en Gálatas la temática quedaba casi circunscrita al problema concreto de la Ley, aquí en Romanos, sin que desaparezca el tema de la Ley, la visión es mucho más amplia y grandiosa, presentando a la humanidad toda, que estaba sumergida en el pecado y solidaria de Adán pecador (Rm 1, 18-Rm 3, 20; Rm 5, 12-14), naciendo a una vida nueva en el Espíritu por su incorporación a Cristo muerto y resucitado (Rm 3, 21-Rm 8, 39). En el centro del cuadro destaca luminosamente la figura de Jesucristo en su papel de redentor de los hombres, hasta el punto de que muy bien pudiéramos concretar el tema de la carta en esta otra expresión: relaciones de la humanidad frente a Cristo o, lo que es lo mismo, qué era la humanidad antes de Cristo y qué es con El.
La Carta aparte el prólogo (Rm 1, 1-17) Y el epílogo (Rm 15, 14-Rm 16, 27), se divide en dos partes claramente deslindadas: una más especulativa o dogmática (Rm 1, 18-Rm 11, 36) y otra más práctica o moral (Rm 12, 1-Rm 15, 13).
Al tratar de concretar más, sobre todo por lo que se refiere a la parte dogmática, surgen no pocas vacilaciones entre los exegetas. La dificultad afecta sobre todo a cómo articular el cap. 5 y los cap. 9-11 dentro del conjunto de la carta en el pensamiento paulino.
Damos a continuación, en esquema, la división conceptual que juzgamos más probable:
Introducción (Rm 1, 1-17).
Saludo (Rm 1, 1-7), acción de gracias (Rm 1, 8-15) y tema que va a desarrollar (Rm 1, 16-17)·
I. Justificación por medio de Jesucristo (Rm 1, 18-Rm 11, 36).
a) Necesidad de la justificación lo mismo para los gentiles (Rm 1, 18-32) que para los judíos (Rm 2, 1-Rm 3, 20).
b) Modo de la justificación (Rm 3, 21-31), predicho ya en la Ley (Rm 4, 1-25).
c) Frutos de la justificación: reconciliación con Dios y esperanza de la gloria futura (Rm 5, 1-21), liberación de la servidumbre del pecado (Rm 6, 1-23) Y de la Ley (Rm 7, 1-25), inhabitación del Espíritu Santo en nosotros pasando a ser coherederos de Cristo (Rm 8, 1-39).
d) Participación de los judíos en la justificación: Dios no ha faltado a sus promesas (Rm 9, 1-29), sino que es culpa de los mismos judíos el haber quedado fuera de la justificación (Rm 9, 30-Rm 10, 21), exclusión, además, que no es ni universal ni definitiva (Rm 11, 1-36).
II. Exigencias morales de la justificación (Rm 12, 1-Rm 15, 13).
Deberes generales para con Dios (Rm 12, 1-8), para con nuestros prójimos (Rm 12, 9-Rm 13, 10), para con nosotros mismos (Rm 13, 11-14), para con los "débiles en la fe" (Rm 14, 1-Rm 15, 13).
Epilogo (Rm 15, 14-Rm 16, 27).
Noticias y proyectos (Rm 15, 14-33), recomendaciones y saludos (Rm 16, 1-24), doxología final (Rm 16, 25-27).
Hay algunos códices que omiten los c. 15-16, terminando la carta en el c.14. Así también Marción, según testimonio de Orígenes. Esto, añadidas otras razones de carácter interno (cf. Rm 15, 33; Rm 16, 20.27), ha motivado el que algunos críticos nieguen la autenticidad de estos dos capítulos, que, según ellos, habrían sido incorporados a la carta más tarde. Incluso se ha llegado a suponer que el c. 16 fuera parte de una carta paulina enviada a Efeso, como parece indicar el que se manden saludos para Priscila y Aquila (cf. Hch 18, 18-19; 1Co 16, 19; 2Tm 4, 19) y para Epéneto, "primicias de Asia" (Rm 16, 3.5). A este respecto, resulta interesante la hipótesis de Manson, seguida luego por otros autores, según la cual esta carta a los Romanos habría tenido como dos ediciones. Pablo la habría escrito efectivamente para los fieles de Roma; pero, por tratarse de un tema tan importante y que el Apóstol llevaba muy en el corazón, la habría querido dar a conocer también a otras comunidades, concretamente a la de Éfeso. A Roma habría enviado sólo los cap. 1-15; pero para Éfeso, donde tenía muchos conocidos, habría añadido toda una serie de saludos, sin olvidarse de ponerles en guardia contra los judaizantes (cf. Rm 16, 17-20). El texto actual de la carta correspondería, pues, a su edición efesina.
Sin embargo, la autoridad de la casi totalidad de los códices, confirmada por la índole misma del texto, y en particular del c.15, cuya unidad lógica y estilística con el resto de la carta es indiscutible, está claramente en favor de la autenticidad de estos dos capítulos. Por lo que respecta a Marción, de todos es conocida la libertad con que procedía para rechazar determinados libros o pasajes del Nuevo Testamento, si veía que contradecían sus doctrinas. Tal parece debió de ser el caso de Rm 15, 1-13. Y en cuanto a que estos dos capítulos falten en algunos códices, ello puede ser debido en parte a la influencia de Marción y en parte a la influencia de los Leccionarios litúrgicos, que, sin duda, omitían esos dos capítulos como menos útiles para la lectura pública en la iglesia. La teoría de que el c.16 es un fragmento de una carta enviada a Éfeso, carece de base objetiva, pues también en la iglesia de Roma podía tener Pablo muchos conocidos, encontrados eventualmente en sus correrías apostólicas, ni hay inconveniente en que Priscila y Aquila hubieran vuelto a Roma, aunque más tarde de nuevo regresaran a Efeso (cf. 2Tm 4, 19).
Mayores dificultades ofrece la autenticidad de la gran doxología final (Rm 16, 25-27). Hay algunos manuscritos (G, F, D, etc.) que la omiten por completo; no pocos (L y más de 200 minúsculos) la colocan al final del c.14; otros (A, P, etc.) la ponen dos veces, al final del c. 14 y al final del 16; a su vez, el P, del siglo {VI}, la tiene al final del c.15. Se ve que reina gran confusión en los manuscritos.
Suponen algunos críticos que es una confesión litúrgica de fe, incorporada posteriormente a la carta a los Romanos; de ahí esas divergencias en los manuscritos.
Sin embargo, tampoco vemos motivo suficiente para dudar de la autenticidad paulina de esta gran doxología, al final del c.16, tal como está en la inmensa mayoría de los manuscritos (S, B, G, D, E, etc.) y en las versiones latina, copta, etiópica, peshitta, etc. El que algunos manuscritos la omitan y otros la cambien de lugar, puede explicarse por las mismas razones a que antes aludimos al referirnos a los c. 15-16 en general. En efecto, es obvio suponer que, omitidos esos capítulos en los Leccionarios para uso litúrgico, sufriera también sus consecuencias la doxología final, que a veces habría sido omitida totalmente y a veces, dada su importancia doctrinal, habría sido trasladada al final del c.14 o del 15. Por lo demás, ni el estilo ni el fondo doctrinal exigen un origen no paulino.
Perspectivas doctrinales
Podríamos decir, reduciendo a unidad toda la temática de la carta, que la intención de Pablo es mostrar a los Romanos, y en ellos a todos los hombres, que el Evangelio es mensaje de salvación. Así lo deja entender él mismo en una frase inicial que tiene todos los trazos de enunciado programático para entrar en materia: "No me avergüenzo del Evangelio, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree, del judío primero, pero también del griego" (Rm 1, 16). La tesis de Pablo es que el hombre ha sido creado para conocer y glorificar a Dios (Rm 1, 19-21); pero, en lugar de ir por ese camino, los seres humanos han "divinizado" la creación (Rm 1, 21-23), de donde resultó el desorden y corrupción en el mundo (Rm 1, 24-Rm 3, 20), a cuya situación angustiosa Dios ha preparado una salida: la fe en Jesucristo (Rm 3, 21-Rm 11, 36).
Dentro de esta perspectiva, señalaremos cinco puntos concretos: conocimiento de Dios por la creación, dominio del pecado en el mundo, justificación por la fe, redención del universo, la incredulidad judía.
El conocimiento de Dios por la creación
La universalidad del pecado en el mundo, que tanto recalca Pablo en los primeros capítulos de su carta, está exigiendo una pregunta: ¿y cómo se llegó a ese estado?
La respuesta que se nos da, viene a decir, en el fondo, que ha sido la humanidad voluntariamente y por sí misma, no porque sea ontológicamente mala, la que se ha separado de Dios. Da a entender Pablo que el plan de Dios, contenido en el acto mismo de la creación, fue el de revelarse en ella a los seres humanos, de modo que éstos le rindiesen homenaje (Rm 1, 19-21). Supone, pues, que el ser humano es capaz de descubrir a Dios en las criaturas, idea que encontramos también en los discursos de Listar y de Atenas, que los Hechos ponen en boca de Pablo (Hch 14, 17; Hch 17, 27). Por lo demás, esta doctrina de que por la creación el hombre puede descubrir a Dios, no es nueva en la Escritura; ya la encontramos en el Antiguo Testamento, particularmente en los libros sapienciales (Jb 12, 9; Sal 19, 2; Sb 13, 1-9)·.
La doctrina es de fundamental importancia en la interpretación del paulinismo, pues no hay razón para suponer que esta "capacidad" de alcanzar a Dios por la creación que aquí se afirma existiera sólo en un principio, pero no después de la caída del hombre en la idolatría, con toda la corrupción de costumbres que de ahí "brotó" (cf. Rm 1, 21-31). De hecho, no obstante su insistencia en la universalización del dominio del pecado (cf. Rm 3, 9), Pablo afirma que quienes obran el bien, incluso entre aquellos que no disponen más que de la ley natural, recibirán la "incorruptibilidad" y la "vida eterna" (Rm 2, 6-10.14-16). Eso significa que permanece la "capacidad" para alcanzar a Dios, y que Dios no ha dejado nunca al ser humano con la puerta cerrada hacia su verdadero destino, incluso en esa etapa de dominio universal del pecado. Si Pablo usa fórmulas generales que indican universalidad (cf. Rm 3, 9), habremos de entenderlas como generalizaciones literarias, que no excluyen el que haya excepciones y que cada ser humano concreto pueda seguir usando de su libertad, ya para pactar con la actitud general de la masa, ya para acomodar su vida al conocimiento que por la creación tiene de Dios (cf. Rm 1, 21). De si eso había de resultar fácil o difícil, y de si se necesitaba además especial auxilio divino, Pablo no dice aquí nada de modo explícito. El Concilio Vaticano I dirá, y lo mismo repite el Vaticano II, que "Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la ley natural de la razón humana, partiendo de las criaturas"; pero hay que atribuir a su revelación "el que las realidades divinas que por su naturaleza no son inaccesibles a la razón humana las puedan conocer todos fácilmente, con certeza y sin error alguno, incluso en la condición presente del género humano."
El dominio del pecado en el mundo
Al referirse al dominio del pecado en el mundo, cuya situación vino a remediar Cristo, encontramos en Pablo dos como perspectivas. De una parte, habla de un dominio del pecado en el mundo, como consecuencia de la negativa voluntaria del hombre a escuchar la llamada de Dios que resonaba en las obras creadas, cayendo luego en la idolatría y de ahí en una espantosa degradación de costumbres que lo llena todo (cf. Rm 1, 21-32). Esta perspectiva parece que era ya corriente en el judaísmo helenístico (cf. Sb 14, 11-29). Sin embargo, los judíos quedaban fuera de este cuadro sombrío (cf. Sb 15, 1-3); Pablo, en cambio, aun reconociendo las diferencias entre gentiles y judíos, engloba también a éstos dentro de ese alud, de pecados de la humanidad antes de Cristo (cf. Rm 2, 1-29), llegando a la conclusión de que "todos, judíos y gentiles, nos hallamos bajo el pecado" (Rm 3, 9). De este modo, ha preparado maravillosamente la presentación de su tesis central: "Mas ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios. por la fe en Jesucristo.., pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios" (Rm 3, 21-23).
Nada aparece en estos capítulos que haga referencia al pecado de Adán y su repercusión universal. Sin embargo, poco después (cf. Rm 5, 12-21), tratando Pablo de declarar más y más la obra redentora de Cristo, encontramos una nueva perspectiva respecto al dominio del pecado en el mundo antes de Cristo. Ciertamente que se habla también de pecados personales (cf. Rm 5, 13.16.20); pero se habla, además, de un pecado cometido por Adán, al que se denomina "prevaricación.., Transgresión. , desobediencia" (cf. Rm 5, 14.15-17.18-19), y que de algún modo llega a todos los hombres (cf. Rm 5, 19). San Pablo dirá que, debido a esa transgresión o pecado de Adán, "entró el pecado (? aµa?t?a) en el mundo, y por el pecado la muerte" (cf. Rm 5, 12). Evidentemente, nos encontramos aquí con una perspectiva distinta a la que aparece en los tres primeros capítulos de la carta: aquélla era una perspectiva corriente en el judaísmo helenístico, ésta es la sugerida por la narración del Génesis y ampliamente desarrollada en la literatura judía extrabíblica, donde existe una fuerte tendencia a dar universalidad a la persona de Adán, no ya sólo por razón del castigo que trajo sobre toda la humanidad, sino incluso por lo que se refiere a su persona física.
¿Hay oposición entre ambas perspectivas? Parece claro que Pablo no lo juzga así, pues pone una a continuación de la otra. Creemos que en el pensamiento de Pablo los pecados individuales, únicos que se consideran de manera explícita en la primera perspectiva, han venido a añadirse al pecado de Adán, que por tanto se supone anterior a ellos y como en la base. De hecho, las continuas infidelidades de los judíos hacia la Ley, incluidas en la primera perspectiva (cf. Rm 2, 1-Rm 3, 20), las explicará más tarde Pablo como debidas a las tendencias malas de la "carne," es decir, a que reinaba ya "el pecado" en el mundo (cf. Rm 7, 7-18); parece obvio que lo mismo debamos decir respecto de los gentiles, en cuanto a la idolatría y subsiguiente degradación de costumbres. Hasta es probable que en la expresión "privados de la gloria de Dios" (Rm 3, 23), al final de su exposición sobre el dominio del pecado dentro de la primera perspectiva, haya una alusión al pecado de Adán como se narra en el Génesis, privándonos de la "gloria de Dios" (cf. Gn 1, 26-Gn 3, 19).
Expuesta así la cuestión en forma general, tratemos ahora de concretar cuál es aquí la noción de pecado en el pensamiento de Pablo. La primera aclaración que debemos hacer es que Pablo distingue entre pecados y el pecado. Los "pecados" son violaciones concretas de la voluntad de Dios, expresada en la ley natural o en la escrita (cf. Rm 2, 12-16); para designarlos, Pablo suele emplear los términos de: pa??ßas?t ., pa??ttt?µa.., aµ??t?µa (cf. Rm 3, 25; Rm 4, 15; Rm 5, 16), y raramente: aµa?t?a (cf. Rm 7, 5; 1Co 15, 3). En cambio, "el pecado" (? aµa?t?a), en singular y con artículo, es concebido como algo resultante de actos pasados, especie de poder maligno que existe ya en el mundo con anterioridad a la decisión de cada hombre en particular, y que esclaviza a todo hombre y lo separa de Dios y le trae la muerte (cf. Rm 6, 12.20.23; Rm 7, 14-20). La personificación que Pablo hace del "pecado," y lo mismo respecto de la "muerte" y de la "Ley" (cf. Rm 5, 17-20), no debe extrañar, pues era ya corriente en los modos de pensar apocalípticos. Pero, despejada de su ropaje literario, ¿qué es concretamente lo que Pablo quiere significar bajo la expresión "el pecado"?
Ante todo, notemos la afirmación de que ese "pecado" (? aµa?t?a), que aparece como fenómeno universal, entró en el mundo "por la transgresión de un hombre," es decir, de Adán (cf. Rm 5, 12-21; 1Co 15, 21-22). Tradicionalmente se ha venido interpretando este pasaje paulino como afirmación clara de que según el pensamiento de Pablo la humanidad contrajo en su origen una culpa, que de algún modo -Pablo no dice cómo- pasa a todos los hombres, que habían de venir después. Eso parece exigir:
1) el paralelismo con Cristo, al que se presenta como nueva cabeza o tronco de raza que arrastra en pos de sí a toda la humanidad hacia la justificación y la vida, al igual que Adán la había arrastrado hacia el pecado y la muerte (cf. Rm 5, 12.18-9.21);
2) la afirmación explícita del v.19, diciendo que "por la desobediencia de un solo hombre los muchos fueron constituidos pecadores";
3) la dificultad de dar una interpretación satisfactoria a los v. 13-14, de no admitir esta vinculación de todos los seres humanos con el pecado de Adán.
De hecho, este pasaje paulino ha venido siendo considerado como el lugar clásico para demostrar la existencia del pecado original, y lo cita también el concilio Tridentino en su definición dogmática al respecto: "si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió al género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma, sea anatema, pues contradice al Apóstol, que dice: Por un solo hombre, etc."
Contra esta interpretación del pasaje paulino, que ha sido la tradicional en la exégesis católica, existe hoy una fuerte corriente de oposición. A ella han contribuido, de una parte, las más o menos hoy admitidas teorías evolucionistas, que no parecen poder compaginarse con el rígido monogenismo que supone la exégesis tradicional del pasaje paulino, y, de otra, los progresos exegéticos sobre la verdadera naturaleza del relato del Génesis, fundamento del pasaje paulino, que más bien es considerado como narración simbólica o mítica o etiológica, pero nunca como relato histórico. Dicen estos autores, prescindiendo de matices, que la intención de Pablo no era hacia la persona de Adán y su prevaricación, sino hacia la persona de Cristo, cuya obra redentora trata de esclarecer; la figura de Adán entra sólo en función de Cristo, y Pablo toma esa figura tal como se la ofrecía entonces la mentalidad religiosa de su ambiente, pero sin que pretenda hacer al respecto ninguna afirmación doctrinal. Lo que, en el fondo, vendría a decir San Pablo es que la existencia humana fue atacada y manchada por los pecados personales desde el comienzo de su historia; es como una atmósfera de pecado dentro de la cual nacemos, queramos o no, y de la que no podemos salir si no es por un acto salvador de Dios. Tal habría sido la obra de Cristo; pero nada de suponer que hayamos de atribuir a Adán "un pecado cualificado, causante de la situación pecaminosa de la humanidad."
Desde luego, admitida esta explicación, desaparecen las dificultades que surgen espontáneas en nuestra mente contra esa doctrina tradicional de pecado universal, consecuencia de la prevaricación personal de Adán. Pero advirtamos, como punto de partida, que el hecho de que una verdad revelada sea misteriosa no es ninguna razón teológica para rechazarla. Pues bien, ¿admite el texto de Pablo esa nueva interpretación? Sinceramente, creemos que no. No existe el menor indicio que aconseje reducir a mera expresión literaria esa vinculación que Pablo establece entre la pecaminosidad general y el pecado o prevaricación de Adán. Así lo siguen sosteniendo los más caracterizados exegetas neotestamentarios de nuestros días: Cerfaux, Feuillet, Benoit, Fitzmyer, Lyonnet, Kuss, Viard. Nada tiene, pues, de extraño que en el "Credo" del pueblo de Dios recitado por Pablo VI para clausurar el Año de la Fe, encontremos recogida explícitamente la doctrina tradicional: "Creemos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las consecuencias de esta falta."
La justificación por la fe
Dice San Pablo al principio de su carta, y como anticipando el tema fundamental de la misma, que el Evangelio "es poder de Dios para la salud (e?? s?t???a?) de todo el que cree" (Rm 1, 16). Es decir, que el Evangelio es un mensaje de salvación.
Esa "salud" ofrecida a todos los hombres es obra de Dios por Jesucristo, para designar la cual, aparte el término "salud," usa San Pablo los términos: justificación, expiación, redención, reconciliación.., exigiendo de parte del hombre la "fe" e insistiendo una y otra vez en que no es por las obras, sino por la fe, como conseguiremos la salud que se nos ofrece (Rm 1, 16-17; Rm 3, 21-28; Rm 4, 2-8; Rm 5, 10-11). Son precisamente estos términos de "fe" y "justificación," junto con los de "justicia" y "justicia de Dios," íntimamente relacionados con ellos, los que han dado más que pensar a los comentaristas de esta carta, particularmente a partir de la Reforma. Parece, pues, oportuno, antes de entrar en el comentario, presentar, en visión de conjunto, el significado de estas palabras, que son clave en la teología paulina.
La salud (s?t???a)
Para los judíos hablar de "salud" era traer a la memoria la "salud mesiánica," tantas veces prometida en el Antiguo Testamento, que había de ser realidad con la venida del Mesías (cf. Mt 1, 21; Lc 1, 69-75; Lc 2, 11.30; Jn 4, 42). No siempre tenían ideas claras sobre el contenido de esa "salud," que con frecuencia interpretaban en sentido demasiado terreno (cf. Hch 1, 6); pero, hablando en general, no hay duda que en la "salud" mesiánica veían el remedio a todos sus males y la entrada en una situación de mayor unión con Dios y bienestar. También en el mundo pagano había ansias de liberación de las duras condiciones de la vida presente, llena de sufrimientos e inquietudes; de ahí la frecuencia con que invocaban a sus dioses bajo el título de "salvadores," y el que en las religiones de los misterios tanto abundasen las teorías y ritos de salvación. Pues bien, a ese grito unánime de la humanidad pidiendo "salud," San Pablo ofrece la solución del Evangelio, diciendo que es "poder de Dios" en orden a esa "salud" precisamente (cf. Rm 1, 16-17). No concreta en este lugar cuál es el contenido del término "salud," contentándose con relacionarla explícitamente con la "justicia de Dios" y añadir que de nuestra parte es exigida la "fe." A lo largo de la carta, sin embargo, aparecerá claro que se trata de una "salud" en el orden religioso, no en el temporal. En sustancia, lo que San Pablo viene a decir es que esa situación de tortura que pesa sobre nosotros es resultado de una falta moral cometida al principio de la humanidad y acrecentada con nuestros pecados personales, que nos alejó de Dios; ahora la "salud" consistirá en ser liberados de ese estado de pecado, mediante nuestra incorporación a Jesucristo, principio de nueva vida para la humanidad regenerada.
Podemos decir, en líneas generales, que el término "salud" (s?t???a) viene a ser prácticamente equivalente para San Pablo al término "justificación" (d??a??s?); de ahí que lo mismo diga que el hombre "alcanza la salud por la fe" (Rm 1, 16) o que "es justificado por la fe" (Rm 3, 28). Hay, sin embargo, clara diferencia de matices. El término "salud" incluye una como doble fase: vida de gracia acá en la tierra y vida de gloria en el reino celeste, hasta el punto de que San Pablo hable a veces de la "salud" como de algo ya conseguido (cf. V 11; 2Co 6, 2; Ef 1, 13; Ef 2, 8; Tt 3, 5), mientras que otras veces habla de ella como de algo futuro que todavía esperamos (cf. Rm 8, 24; 1Ts 5, 9; Flp 2, 12; 2Tm 2, 10). En cambio, el término "justificación" mira más bien a la época presente, con referencia al nuevo estado o condición que adquiere el ser humano ya ahora por su fe en Cristo (cf. Rm 3, 24.28; Rm 4, 25; Rm 5, 1.9.18; Rm 8, 30), estado o condición que Pablo designa también con la expresión "alcanzar la justicia" (Rm 9, 30; cf. Rm 1, 17; Rm 3, 22.26).
La justificación (d??a??s?)
Si, como acabamos de decir, "justificación" viene a ser equivalente para Pablo a "alcanzar la justicia," es obligado comenzar nuestra exposición por el análisis del término "justicia."
Este término "justicia" (d??a??s???) aparece 32 veces en la carta a los Romanos. Aparte dos alusiones a la "justicia" proveniente de la Ley (Rm 9, 31; Rm 10, 5), San Pablo se refiere, bien a la "justicia de Dios" que se revela en el Evangelio (cf. Rm 1, 17; Rm 3, 5.21-22.25-26), bien a la "justicia" en nosotros adquirida por la fe (cf. Rm 4, 3.5-6.9.11.13.22; Rm 5, 17.21; Rm 6, 18.19.20; Rm 8, 10; Rm 9, 30; Rm 10, 3-4.6-10; Rm 14, 17), expresiones ambas que aparecen en íntima relación. Pero ¿cuál es esa relación? En otras palabras, ¿esa "justicia de Dios" que se revela en el Evangelio ha de ser entendida como atributo divino o como don comunicado al hombre por Dios? En este último caso, no sería necesario distinguir entre los textos de la primera serie y los de la segunda, pues en todos se trataría de "justicia" como cualidad en el ser humano, y se llamaría "justicia de Dios," porque procede de Dios, es decir, es un don con el que Dios justifica al ser humano. Vendría a ser, en nuestra terminología corriente, lo que solemos llamar "gracia santificante."
Ya San Agustín se inclinaba abiertamente a esta interpretación cuando, después de citar Rm 1, 17, añadía: "tal es la justicia de Dios, que, velada en el Antiguo Testamento, ha sido revelada en el Nuevo; la cual en tanto se llama justicia de Dios en cuanto que, comunicada a los hombres, los hace justos, así como se dice salud del Señor aquella por la cual los hace salvos." Esta interpretación, en conformidad con cuya terminología se expresa el mismo concilio Tridentino, ha venido siendo hasta estos últimos años la más corriente, no sólo entre los teólogos, sino también entre los exegetas (Gornely, Vigouroux, Prat, Lagrange, etc.).
Referente a esos textos, como Rm 3, 25-26, en que parece hacerse clara referencia a "justicia de Dios" como atributo o propiedad suya, algunos autores, como el P. Lagrange, creían que también estos textos podrían interpretarse en sentido de "justicia" comunicada; otros, como el P. Bover, añadían que a la expresión "justicia de Dios" no se debe dar un sentido precisivo (atributo de Dios o cualidad en el hombre), sino un sentido comprensivo, en el que irían incluidas la justicia vengadora, con que Dios castiga en Cristo lo injusto, la justicia comunicativa o bienhechora con que obra la justificación del hombre, y Injusticia del hombre, recibida de Dios 61*. Sin embargo, no creemos que haya base para dar un sentido tan complejo al término "justicia" dentro de un mismo contexto.
Actualmente los exegetas, al interpretar el término "justicia," suelen seguir otro camino. Creen más bien que la expresión "justicia de Dios," como pide su sentido obvio, no indica, al menos directamente, un don comunicado al ser humano, sino que está señalando un atributo divino. Este atributo no sería la justicia vindicativa (castigo del pecado) o distributiva (premios y castigos, según merezca cada uno), acepción corriente que, bajo la influencia del pensamiento jurídico greco-romano, nos viene enseguida al pensamiento al oír hablar de "justicia," sino la justicia salvífica, tantas veces anunciada en los textos profetices en relación con la salud mesiánica. Prácticamente el término "justicia" vendría a equivaler a fidelidad, o mejor, al modo de obrar divino (= actividad divina salvífica), resultado de esa "fidelidad," con que Dios mantiene sus promesas de salud.
Por lo demás, esta interpretación no es nueva. Ya la encontramos en el Ambrosiáster: "Es justicia de Dios, porque cumplió lo prometido".
Esta "justicia" de Dios, algo así como el polo opuesto a "ira de Dios" manifestada en los tiempos antemesiánicos (Rm 1, 18; Rm 9, 22), no es una propiedad o atributo divino en sentido estático, sino actuación dinámica de Dios misericordioso que lleva consigo un efecto en el ser humano, y ese efecto es la justificación obtenida por la fe. Es lo que dice expresamente San Pablo con la frase "justo y que justifica" (Rm 3, 26), esto es, Dios muestra su justicia salvífica, en conformidad con lo prometido, justificando al hombre, o lo que es lo mismo, concediéndole el don divino de la "justicia" (cf. Rm 4, 5; Rm 5, 17; Rm 8, 10; Rm 9, 30; Flp 3, 9; Ga 2, 21).
Es así como insensiblemente se pasa de la "justicia" atributo de Dios, a la "justicia," don concedido al hombre, es decir, a la "justificación" (d??a??s?). Pero ¿qué es lo que incluye realmente ese don de la "justicia"? Es ahí donde radica la dificultad.
Para el judaísmo contemporáneo de Pablo, el hombre era capaz por sí mismo de cumplir la Ley, y el que cumplía la Ley era justo. La "justicia," pues, era considerada como obra propia del hombre, y, por tanto, hablar de "justificación" ante Dios equivalía simplemente a reconocimiento por parte de Dios de una "justicia" que ya existía previamente en el ser humano, es decir, que Dios no hacía "justo" al hombre, sino simplemente lo declaraba "justo." Pues bien, no es ése el sentido que da San Pablo al verbo "justificar" (d???a???). Incluso en aquellos pocos casos en que, con referencia al juicio final también él, igual que en el griego profano y en los LXX, usa ese verbo en sentido forense o declarativo (cf. Rm 2, 13; 1Co 4, 4), hemos de suponer, conforme lo exige el conjunto de su doctrina (cf. Rm 7, 24-25; 2Co 3, 5; Ef 2, 8; Flp 2, 13), que no es su intención decir que el hombre ha llegado a ese estado por sus propias fuerzas. Habría ya, pues, también en esos casos una diferencia radical con el modo de pensar judío. Con todo, no es ésa la principal diferencia en el uso del verbo "justificar." Pablo, cuando habla de la "justificación" del hombre por Dios, no concibe esa "justificación" como mero reconocimiento de una realidad previa, haya o no intervenido Dios para su consecución, sino como creación de esa realidad en el hombre. Es una verdadera transformación en el ser íntimo del ser humano un paso del estado previo de injusticia y de pecado a un estado de vida nueva en Cristo, hasta el punto de que puede hablarse de "nueva creatura" (cf. Rm 5, 1-21; Rm 6, 2-11; 1Co 6, 11; 2Co 5, 17-18; Ga 4, 19; Ga 6, 15; Ef 2, 3-10; Tt 3, 4-7)·
Esta transformación en el ser íntimo del hombre, que Pablo vincula al término "justificación," y que es "don" gratuito de Dios (Rm 3, 24; Ef 2, 5; Tt 3, 5), incluye dos aspectos fundamentales: remisión de "pecados" (Rm 4, 7-8; Ef 1, 7; Col 1, 14; Col 2, 13) y nueva "vida" en Cristo bajo la guía del Espíritu (Rm 5, 1-21; Rm 6, 2-11; Rm 8, 1-17). San Pablo usa, además, en relación con la "justificación," otras expresiones que hacen clara referencia al papel desempeñado por la muerte de Cristo en la concesión de este don por Dios: redención (Rm 3, 24-25; Ef 1, 7; Col 1, 14), expiación (Rm 3, 24-25; cf. 1Co 5, 7; Ef 5, 2; Hb 9, 13-14), reconciliación (Rm 5, 9-11; 2Co 5, 18-19; Col 1, 21-22; Ef 2, 16). Podemos también observar cierta como estructura trinitaria en el modo como desarrolla San Pablo su pensamiento sobre la justificación: comienzan predominando los términos "justicia" y "justificación," puestos en relación con Dios Padre (c.1-4); siguen luego los términos "reconciliación" y "liberación," en relación con la obra de Cristo (c.5-7); finalmente, predominan los términos "vida" y "vivificar," con referencia directa al Espíritu Santo (c.8).
Está claro que la noción de "justificación," que acabamos de exponer, no es compatible con la que sostenían los antiguos protestantes, para quienes la "justificación" era una simple fictio iuris, especie de acto forense o sentencia judicial por la que Dios, en atención a los méritos de Cristo, declaraba justo al pecador, pero sin que hubiera verdadera remisión de pecados ni transformación interior en el hombre. Como muy bien dice Cerfaux, "una justificación forense, derivada de una declaración, anticipativa o no, del juicio escatológico que Dios hiciera de nuestra justicia dejándonos tal como éramos, pecadores, sin contar que no hay texto alguno que realmente lo sostenga, no puede explicar las fórmulas realistas que se multiplican en la pluma del Apóstol." De hecho, en la actualidad hay una fuerte tendencia entre los protestantes a abandonar esa antigua doctrina de considerar la "justificación" como imputación puramente externa de la justicia de Cristo.
La fe (p?st??)
Como ya dijimos antes, San Pablo repite una y otra vez que, en orden a conseguir la justificación, Dios exige de parte del hombre la "fe" (cf. Rm 1, 16-17; Rm 3, 22.28; Rm 4, 2-5; Rm 5, 1-2; Rm 9, 30-32; Ga 2, 16; Ga 3, 6-9; Ef 2, 8; Flp 3, 9). Pero ¿qué entiende San Pablo por "fe"?
La respuesta no siempre resulta fácil. A veces la palabra "fe" viene a equivaler prácticamente a lo que podríamos decir objeto de la fe (fe objetiva), concretamente, la nueva economía divina manifestada en el Evangelio en contraposición a la Ley es decir, que Pablo sintetiza en la palabra "fe" el nuevo orden de bendiciones inaugurado por Dios en Cristo (cf. Rm 10, 8; Ga 1, 23; Ga 3, 23; 1Tm 6, 10; Tt 1, 13). No es ése, sin embargo, su significado corriente. Lo normal en Pablo es que tome la palabra "fe," y lo mismo el verbo "creer," con referencia a algo que está en el ser humano (fe subjetiva), siendo su significado básico el de aceptación del mensaje de bendición ofrecido por el Evangelio (cf. Rm 4, 22-25; Rm 13, 11; Ga 2, 16; Ef 1, 13; 1Ts 1, 8-9; 2Ts 1, 10). Pero, como se deduce de todo el conjunto de los textos paulinos, no se trata simplemente de una adhesión de tipo intelectual a Dios que se revela, sino de toda una actitud vital (entendimiento y voluntad) de quien se pone en manos de Dios, suma verdad y suma bondad, aceptando la revelación de la "justicia" divina en la obra llevada a cabo por Jesucristo y profesando que de Dios solo, única fuente de salud, confía recibir todo. Es como un abrirse totalmente a Dios, dejando que Él intervenga en nuestra vida transformándonos y enderezándonos en la dirección por La querida de hacernos sus hijos adoptivos. Hay, pues, en el acto de "fe" un abandono confiado en Dios, pero un abandono que no es ciego e irracional, pues lleva incluida la aceptación intelectual (obsequium rationabile) de la verdad contenida en la revelación (cf. Rm 10, 6-17; 1Co 15, 1-19; 1Co 16, 13). Este concepto amplio de "fe," sin restringirlo a la adhesión del entendimiento a una verdad o conjunto de verdades, sino incluyendo la adhesión del hombre todo entero a Dios, que se inclina hacia él en una actitud de amor, es la que se recoge en la constitución Dei Verbum del concilio Vaticano II.
Es por medio de la "fe" cómo el hombre se convierte en receptor apto del Evangelio, abriéndose a la fuerza salvífica divina, que le introduce en la vida cristiana. Y no sólo eso. A lo largo de todo el curso de su vida, deberá acompañar al cristiano esa disposición fundamental implicada en la "fe," manteniéndole abierto permanentemente a la acción de Dios (cf. Rm 11, 20; 1Co 13, 13; 2Co 5, 7; Ga 2, 20; Col 1, 23). Si ella falla, cae todo el edificio; de ahí que la "fe" sea considerada como "fundamento" y "raíz" de la justificación, pues es la que hace posible que llegue al ser humano la nueva vida de Cristo.
Esta "fe," así entendida, no es aún la "justicia," sino disposición positiva que Dios exige en el ser humano antes de concederle el don excelso de la "justicia." Ella misma es también "don" de Dios (cf. 1Co 1, 27-31; Ga 5, 22; Ef 2, 8-9; Flp 1, 29; Flp 2, 13), siendo El quien con su gracia prepara la voluntad humana para creer, pero sin forzarla, de modo que permanezca siempre libre el asentimiento; con la violencia, la fe perdería su nobleza de homenaje y su valor de acto religioso por excelencia, ni tendría sentido hablar de "obediencia" a la fe (cf. Rm 1, 5; Rm 16, 26). El que también ella sea un "don" divino permite a San Pablo establecer vigorosamente contra sus adversarios esa contraposición, a la que tantas veces alude, entre la justificación por la fe, tal como él la predica, y la justificación por las obras de la Ley (afortiori, por las obras naturales de los gentiles), tal como la buscaban los judíos (cf. Rm 3, 28; Ga 2, 16). Esta, caso de darse, no sería justificación gratuita, sino algo así como salario debido a nuestro trabajo, y, por tanto, el hombre tendría de qué gloriarse, cosas ambas para San Pablo absurdas, que ni siquiera discute; no así la justificación por la fe, en que la iniciativa misma parte de Dios, que es quien llama con su gracia en el momento oportuno, sin que el ser humano haya de hacer sino someterse (entendimiento y voluntad) a ese plan divino de " bendiciones", reconociendo que todo viene de Dios (cf. Rm 4, 1-9; 1Co 1, 27-31; Ef 2, 8-9; Flp 1, 29).
No queremos terminar esta exposición sobre la "fe" sin hacer referencia al hecho de que Pablo no sólo atribuye la justificación a la "fe", cosa que hemos venido señalando (cf. Rm 3, 28; Rm 5, 1; Ga 2, 16; Ef 2, 8), sino que a veces dice lo mismo respecto del bautismo (cf. Rm 6, 3-11; 1Co 6, 11; Ef 5, 26; Tt 3, 5), y a veces mezcla ambas cosas (cf. Ga 3, 24-27; Col 2, 11-13). ¿Es que no basta la "fe"?
Creemos que, en el pensamiento de Pablo, "fe" y "bautismo" son en realidad inseparables. La "fe" de que él habla, no solamente no excluye, sino que incluye el bautismo, que por disposición divina forma parte integrante del camino salvífico de la fe. No parece que Pablo se planteara nunca la cuestión de si la "fe", aislada del bautismo, nos procurase la justificación. Los teólogos suelen decir que en la "fe" vaya, al menos implícitamente, el deseo del bautismo, y eso bastaría en caso de imposibilidad de recibirlo.
Todavía una última cuestión. La "fe" que Dios exige en el hombre en orden a la justificación, no es concebible sin la aceptación abierta e incondicional de los postulados morales del Evangelio. No hay, pues, oposición entre la doctrina de Pablo y la de Santiago (cf. St 2, 14-17). Lo que sucede es que Pablo, al hablar de la "fe", bajo el influjo de la polémica con los judaizantes, carga el acento en la inutilidad de las obras para merecer la salud; pero nunca dice que en el hombre justificado, única que contempla Santiago, las obras no sean necesarias. Es lo contrario lo que está enseñando continuamente en sus cartas (cf. Rm 6, 15-23; Rm 8, 9-13; Rm 12, 1-Rm 15, 13; Ga 5, 5-26).
La redención del universo
En Rm 8, 18-25 habla San Pablo de las maravillosas perspectivas de la esperanza cristiana, y dice (v.18) que "los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros". Formando parte de ese nuestro futuro glorioso incluye expresamente San Pablo la transformación o "redención de nuestro cuerpo" (v.23; cf. 1Co 15, 42-53; Flp 3, 20-21), transformación que parece se extenderá también, de algún modo, al cosmos entero (v.21-22). Otros tres pasajes encontramos en sus cartas que atribuyen también dimensiones cósmicas a la obra salvadora de Cristo (cf. 1Co 15, 24-28; Ef 1, 10; Col 1, 20).
Pues bien, ¿qué clase de transformación o redención del cosmos podemos ver aludida en estos pasajes, aparte la de nuestros cuerpos mortales?
La respuesta resulta muy difícil. Comencemos por decir que ya en las alusiones de los profetas al futuro reino mesiánico se habla de "cielos y tierra nuevos" (cf. Is 65,17; Is 66, 22), expresión que no recoge San Pablo, pero que se recoge en 2P 3, 13 y Ap 2, 11. Con todo, aunque San Pablo no recoja la expresión, es claro que en los textos citados está dentro de la misma línea de pensamiento. Hay autores que interpretan todas esas expresiones bíblicas como "simples imágenes indicadoras de la renovación radical que obrará el Mesías entre los hombres", con transformación incluso de nuestros cuerpos mortales en gloriosos; pero nada de suponer ahí aludidas verdaderas transformaciones cósmicas. Otros, sin embargo, reaccionan vigorosamente contra esas concepciones demasiado espiritualistas de la vida futura, y dicen que "no son solamente los cuerpos de los seres humanos los que serán transformados con el soplo del Espíritu, sino la creación entera, que escapará a la servidumbre de la corrupción... La idea de Dios aniquilando el conjunto de su creación material fuera de los cuerpos humanos sería, por otra parte, difícilmente concebible teológicamente hablando." Abundando en esta última perspectiva, se habla también de que ese "cosmos" futuro a que se refieren los textos bíblicos no debemos desligarlo del actual, como si hubiera de salir de improviso, sino que hemos de suponerlo como prolongación y en continuidad del actual, siendo nosotros los hombres, con nuestro esfuerzo, los que debemos irlo preparando con continuas mejoras, procurando llenarlo todo de Cristo, hasta la plena maduración, de modo que "Dios sea todo en todo" (cf. 1Co 15, 28). La misma expresión de San Pablo: "todo lo creado gime y siente dolores de parto" (v.22), estaría dando a entender que el "mundo futuro" habrá de salir de las propias entrañas del actual, que está como en gestación.
¿Qué decir a todo esto? Creemos que, a base de los textos bíblicos, es muy difícil poder concretar tanto. Una cosa es clara, es, a saber: que los autores bíblicos, si aluden a transformaciones cósmicas, es siempre en íntima relación con el ser humano, que en todo momento aparece como el personaje central. Es sólo a modo de derivación y amplificación de lo dicho del ser humano, lo mismo respecto del mal (v.20) que del bien (v.21), como queda aludida la suerte de la creación material. Sin embargo, reducir a simple imagen todo eso que se refiere a ella, nos parece que quita fuerza a las expresiones bíblicas. Concretar, resulta muy difícil. Gustosamente suscribimos este párrafo del P. Lyonnet: "Pablo afirma la redención del Universo como corolario de la redención del cuerpo del ser humano y, por consiguiente, fundada en la resurrección de Cristo.. Y lo mismo que la condición del cuerpo glorioso se constituye esencialmente por el dominio perfecto del Espíritu sobre la materia, hasta el punto de poder hablar de cuerpo pneumático (1Co 15, 44), así de modo análogo, se ha de concebir la condición del Universo glorificado, cosa que solamente podemos afirmar, pero no representárnoslo, como tampoco podemos representarnos la condición del cuerpo glorioso."
Más difícil todavía resulta decidir, a base de los textos bíblicos, si hemos de poner o no ruptura de continuidad entre el mundo actual y el mundo futuro. Hay textos, como 2P 3, 10-13, que parecen suponer ruptura; otros, en cambio, más bien parecerían insinuar lo contrario (Rm 8, 20-22; Ef 1, 10; Col 1, 20). La Iglesia no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanzará su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1, 20; 2P 3, 10-13). La dimensión "cósmica" de la redención, pero recalcando al mismo tiempo que, en esa futura renovación, el ser humano es el personaje central. No concreta más. En apoyo de sus afirmaciones da tres citas bíblicas: Ef 1, 10; Col 1, 20; 2P 3, 10-13. Pero es de notar que la última fue añadida a última hora a petición de algunos Padres; y, como consta en las Actas, se admitió "no sea que citando únicamente Ef 1, 10 y Col 1, 20 parezca que favorecemos la opinión de aquellos que creen que este mundo actual ha de pasar a la gloria.
El problema de la incredulidad judía
Cuando Pablo, hacia el año 58, escribe la carta a los Romanos, las comunidades judío-cristianas iban, cada vez más, perdiendo importancia, al tiempo que permanecía fuera de la Iglesia la gran masa del pueblo judío. En cambio, las comunidades étnico-cristianas se multiplicaban por todas partes. Era un hecho que el cristianismo, con todas sus riquezas espirituales, estaba pasando a propiedad de los gentiles. Problema realmente desconcertante. ¿Qué se ha hecho de la elección y promesas de Dios al pueblo judío durante dos milenios? ¿Es que han fracasado los planes de Dios? ¿Dónde está la fidelidad a sus promesas?
Todos estos problemas bullen en la mente de Pablo mientras escribe los capítulos 9-11 de esta carta. Es probable que por aquellas fechas el hecho de la incredulidad judía fuera tema de frecuentes conversaciones en las comunidades cristianas (cf. Rm 11, 17), y ello habría dado pie a Pablo para tratarlo aquí con tanta amplitud. Su exposición está caldeada por la emoción, pues ama con pasión a su pueblo (cf. Rm 9, 2-5), cosa que no está reñida con un espíritu abierto y universalista (cf. Rm 1, 13-16).
La respuesta de Pablo viene a decir, en sustancia, que Dios no ha faltado a sus promesas (cf. Rm 9, 6-7) ni ha abandonado a su pueblo (cf. Rm 11, 1-4); y que, aunque de momento sólo un "resto" ha aceptado el Evangelio (cf. Rm 11, 5-7), llegará un día en que todos los judíos se convertirán, lamentándose de haber cedido su puesto a los gentiles (cf. Rm 11, 11-12.14-15.26). Con ello -y así resume Pablo su pensamiento sobre los planes salvíficos de Dios- aparecerá claro que, lo mismo para gentiles que para judíos, la "salud" no se obtiene simplemente por descendencia carnal, sino que es puro don de la misericordia divina (cf. Rm 11, 30-32). En apoyo de sus afirmaciones aludirá Pablo al proceder de Dios en la historia de los patriarcas, eligiendo sólo a uno de sus hijos e incluso sin que sea el primogénito (cf. Rm 9, 7-13); es prueba -comentará San Pablo- de la libertad omnímoda de Dios en su elección, que aparece también en la historia posterior, conforme indican algunos textos de Oseas y de Isaías, sin que nosotros seamos quiénes "para pedir cuentas a Dios" (cf. Rm 9, 14-29). Si de momento la gran masa del pueblo judío ha quedado fuera del Evangelio, ha sido por falta de docilidad al plan de Dios, empeñados en buscar la "justicia" simplemente por la Ley; de ahí que tropezaran luego con la piedra de escándalo que fue para ellos Jesucristo (cf. Rm 9, 30-Rm 10, 21).
Tal es, en resumen, la respuesta de Pablo al problema de la incredulidad judía. La alegoría del olivo, en que dice son "injertados" los gentiles, nos ayudará a precisar todavía más su pensamiento en este punto. Es el olivo un árbol muy corriente en Palestina, del que se valen ya Jeremías y Oseas para designar a Israel (cf. Jr 11, 16; Os 14, 7). Sin embargo, la alegoría de Pablo a base del olivo es mucho más compleja que la de aquellos profetas: la raíz de ese olivo son los patriarcas, portadores de las promesas (cf. Rm 11, 16-28); va creciendo el olivo y parte de sus ramas son cortadas (cf. Rm 11, 17-20), a fin de injertar otras nuevas tomadas de plantas silvestres (cf. Rm 11, 17-19.24). La lección que pretende sacar San Pablo es clara, y va dirigida sobre todo a los étnicos-cristianos: si Dios pudo realizar con éxito un injerto con ramas silvestres, más fácil le será hacerlo con ramas del propio olivo, actualmente desgajadas. Es lo que sucederá con el Israel incrédulo (cf. Rm 11, 24-26).
Hasta aquí todo parece claro. No es ya tan fácil poder precisar cuál es concretamente el pensamiento de Pablo sobre relación entre cristianismo y judaísmo. ¿Forma el cristianismo un nuevo pueblo de Dios que sustituye al antiguo, o existe un único pueblo de Dios, que comenzó con Abraham, y al que luego se han incorporado los gentiles? Ciertas expresiones evangélicas, como "les será quitado el reino y dado a las gentes" (Mt 21, 43; cf. Mt 8, 12; Lc 21, 24), parecen apoyar lo primero; en cambio, las afirmaciones de Pablo en estos capítulos de la carta a los Romanos más bien parecen insinuar lo contrario. De hecho, así opinan algunos autores, insistiendo en que nunca la Escritura habla de "nuevo" pueblo de Dios con referencia al cristianismo o de "antiguo" pueblo de Dios con referencia al judaísmo, como si Dios hubiese tenido dos pueblos.
Había teólogos quienes defendían que Israel no sólo había dejado de ser el pueblo elegido, sino que, desde aquel grito revelador "su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos" (Mt 27, 25) sus títulos de privilegio se habían cambiado en títulos de mayor distanciamiento, pasando a ser un pueblo reprobado y maldito de Dios. Otros, en cambio, apoyados en las expresiones paulinas, insistían en que los judíos, no obstante su condición mayoritaria de "ramas desgajadas," seguían siendo "amados de Dios a causa de los padres" (Rm 11, 28) o, lo que viene a ser lo mismo, Dios se mantenía fiel a la elección y continuaba amando a su pueblo (cf. Rm 11, 1). Así lo creemos también nosotros.
En efecto, todas esas expresiones peyorativas, que también usa Pablo: "se han encallecido.., han caído.., vasos de ira.., ramas cortadas" (cf. Rm 9, 22; Rm 11, 7.12.17), no miran al pueblo como tal, sino a aquella parte de ese pueblo, ciertamente mayoritaria, que no cree, y a la cual por eso le viene sustraído el Reino de Dios y la abundancia de gracia, que se le ofrecían con la venida de Cristo. Pero de ese pueblo ha quedado un "resto," al que pertenecen Cristo y los Apóstoles y las más primitivas comunidades cristianas, es decir, el núcleo primero de la Iglesia, que está en absoluta línea de continuidad con el pueblo de Dios veterotestamentarlo; tanto es así, que los judíos que permanecen fuera del Evangelio no son sino "ramas desgajadas." Hay, pues, clara diferencia entre los judíos y los otros pueblos paganos en relación con la Iglesia: mientras la entrada de éstos en la Iglesia es considerada como pura misericordia de Dios (cf. Rm 11, 18), en la de los judíos entra un nuevo elemento, es, a saber, su precedente elección por parte de Dios, pues "los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (cf. Rm 11, 29). Podríamos decir, pues, con las debidas matizaciones, que los judíos pertenecen a la Iglesia como miembros por naturaleza o de derecho; de ahí que, cuando se conviertan y crean, no harán sino volver a su lugar, es decir, ser injertados "en el propio tronco."
Esto supuesto, tratemos ya de responder a la cuestión de si hemos de considerar o no a la Iglesia como "nuevo" pueblo de Dios. Si con eso queremos decir que Dios ha tenido dos pueblos, uno primero que rechazó y otro que eligió después en su lugar, con ruptura completa entre ambos, no debemos hablar de la Iglesia como "nuevo pueblo de Dios." Esa concepción no es exacta, pues la Iglesia, dentro del plan salvífico de Dios, es continuación legítima y realización plena del pueblo de Dios veterotestamentario.
Sin embargo, la Iglesia no es mera continuación del antiguo pueblo de Dios, pues en su formación entra un elemento nuevo, Cristo, cuya obra es de tal magnitud que hace podamos hablar de fundación nueva sobre Cristo, es decir, de "nuevo pueblo de Dios." Cierto que la Escritura no usa nunca dicha expresión, pero sí habla de "nueva" Alianza (1Co 11, 25; 2Co 3, 6; Lc 22, 20); y esa nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo, aparece estrechamente vinculada con la idea de nuevo pueblo de Dios, de cuya existencia constituye el fundamento (cf. Hb 8, 8-12). En otras palabras, la muerte y resurrección de Cristo introducen características nuevas en la noción misma de "pueblo de Dios" y en el modo de agregación a él. Por eso, nada tiene de extraño que la expresión "nuevo Pueblo de Dios," aunque no la encontremos en la Escritura, sea corriente en la literatura cristiana.